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El vértigo de estar conectado con todo

  • Valeria Melissa Pacheco Mena
  • 14 abr
  • 3 Min. de lectura

TUS EMOCIONES AL CONECTAR CON EL MUNDO

14 de abril, 2025


Hay días en los que abrir el celular se siente como abrir una compuerta. No una pequeña ventanita al mundo, sino una presa entera que se desborda, arrastrando imágenes, voces, opiniones, noticias, consejos, escándalos y tragedias. Todo al mismo tiempo. Todo con urgencia. Todo con la promesa de que, si no estás ahí, si no lo ves, si no reaccionas, te estás perdiendo de algo importante. Algo vital. Algo que el mundo entero está presenciando… menos tú.



Hace poco tuve uno de esos días.


Desperté con el sonido del celular vibrando. Ni siquiera abrí los ojos cuando ya tenía un ojo medio entrecerrado viendo la pantalla. Una, notificación de Instagram: alguien había comentado mi historia. Entré a ver. De ahí, sin querer, caí en el inicio: reels de cocina, frases motivacionales, una reseña de una serie, vidas de otras personas, vi la hora. Había pasado más de una hora.


Me senté en la cama con esa extraña sensación de estar agotada antes de siquiera empezar el día. No sabía exactamente por qué: nada grave me había pasado. Pero tampoco nada real. Solo un bombardeo de emociones prestadas, de historias ajenas, de estímulos que no pedí.


Me metí a Tiktok para distraerme (gran ironía). Más noticias de gente ajena, todo con imágenes, con comentarios, con juicios y gritos digitales. Cerré la app. Abrí WhatsApp. Un mensaje de la escuela, muchos en realidad, hablando sobre todos los trabajos finales que teníamos que hacer dentro de una semana. Se volvió agotador, y ya no supe si quería mantenerme en mi vida real o seguir estando de espectadora en vidas ajenas pero con el fin de distraerme de la mía. Estuve demasiadas horas en las redes sociales…


Lo gracioso, o lo irónico, es que esto de las redes sociales, nos permite estar conectados con todo, pero rara vez estamos conectados con nosotros mismos.


Vivimos en una era de hiperconexión emocional y sensorial. Cada minuto podemos acceder a más información de la que podríamos procesar en días. Podemos ver la alegría de una boda en India, la tristeza de un niño en Pakistán, la vida difícil de una mujer en México, los accidentes que ocurren en algún otro país. Y aunque todo eso pueda ser profundamente humano, también puede volverse abrumador. Nos convertimos en antenas sensibles que absorben todo, pero no tienen tiempo de filtrar, digerir o reposar.



Las emociones que cargamos al final del día no son solo nuestras. Son de cientos de personas cuyas historias vimos, leímos, escuchamos. Sin darnos cuenta, empezamos a vivir con una carga emocional global que no siempre podemos sostener. Y eso genera fatiga. Ansiedad. Vértigo.


Sí, vértigo. Esa sensación de que el mundo gira más rápido de lo que podemos asimilar. De que estamos en un constante estado de alerta, con el pulso alto y el alma cansada. Que si no contestamos, no publicamos, no opinamos, no reaccionamos, quedamos fuera. Y estar fuera da miedo. Porque ¿quiénes somos sin esa conexión constante?


Ese día que mencioné, al mediodía tuve un pequeño colapso. No un ataque de ansiedad, pero sí un apagón interno. Me senté frente a la computadora a trabajar y simplemente no pude. Cerré todo. Apagué el celular. Me acosté boca arriba en mi cama. Así, sin música, sin estímulos, sin nada. Solo yo. Mi cuerpo. Mi respiración. Me quedé ahí unos 30 minutos. No hice nada extraordinario. Pero fue lo más real que sentí en todo el día.


Desconectarse no es huir. Es cuidar. Es reconectar con lo que importa.



No se trata de renunciar a la tecnología ni vivir en una cueva (aunque a veces suene tentador). Se trata de encontrar límites sanos. Espacios de silencio. Ratos en los que no seamos más que cuerpo y pensamiento propio. Se trata de elegir qué emociones queremos vivir y cuáles no nos corresponde cargar.


Conectar con el mundo debería ser un acto de elección, no una imposición. Una danza consciente, no una carrera desenfrenada. Hay belleza en lo que compartimos y vemos, sí. Pero también hay belleza —y salvación— en la pausa. En el descanso. En el silencio necesario para escucharnos.


Ese día no resolví nada. No arreglé el mundo. Pero sí me regalé un momento para volver a mí. Para sentirme sin filtros ni distracciones. Y eso fue suficiente.


Quizás no podamos controlar la velocidad del mundo, pero sí podemos controlar cómo —y cuánto— lo dejamos entrar en nosotros, y eso forma parte del cómo conectamos con el mundo con nuestras emociones.


Valeria Melissa Pacheco Mena


 
 
 

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