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El palco: un chiste muy inflado.

  • Carlo Clavellina
  • 29 abr
  • 2 Min. de lectura

En el Punto.

Por Carlo Clavellina.

Yo no entiendo a los que se van a la cancha y miran el partido desde un palco. No logro concebir la idea de alguien que es capaz de gastar una cuantiosa cifra de dinero para aislarse entre unas paredes y ubicarse a una distancia tan absurdamente larga del espectáculo, que da risa. Para mí, aquellos están locos.


¿Cómo alguien en su sano juicio puede privarse de la sensación más hermosa del mundo? Esa de ver un partido de futbol, rodeado de la pasión, el sentimiento, los latidos y el calor de más de doce mil almas que rezan, sufren y gozan alrededor de un balón, aunque los necios no quieran reconocerlo.


Y es que cuando uno va al futbol, no es solamente lo que transcurre en la cancha lo que debe apreciarse, sino también a las muchas historias, tramas y dramaturgias que convergen entre las gradas sin ningún tipo de telón y que, sin duda, son el campo de estudio soñado para cualquier sociólogo o antropólogo de la facultad. Miles de vidas han transcurrido bajo la mirada del estadio, desde el niño que va a su primer partido acompañado de su padre, hasta el anciano que durante ochenta y cinco años consecutivos ha ocupado la misma butaca en la zona lateral, asistiendo a cada partido con una devoción casi religiosa en esperanza de evitar el olvido de lo que alguna vez fueron sus años mozos.


Tampoco podemos olvidar a los casados que renuevan sus votos matrimoniales ante el club de sus pasiones, o los recién enamorados novios que a penas comienzan a construir su primera historia de amor, entre los hinchas, las cervezas y el color. Los que vienen solos, los acompañados, los que después de ocho horas laborando desquitan el sueldo y la garganta, los que vienen desde otras regiones y hasta el grupo de amigos que festejan el cumpleaños de alguno, o le consuelan después de perder a la novia.


Por eso no puedo comprender que alguien permanezca sentado en un asiento de piel acolchonado, mientras en la general la barra hace temblar el suelo con los saltos, los cantos, la música y la pasión que, durante noventa minutos, obligan al barrista a estar de pie, justo debajo del palco, a la distancia de ellos, de los de billete, los “millonetas”, los pudientes, los de pantalón largo que acabaron con el descenso y que cambian de equipo más veces que las putas a sus calzones.


Y ahora, con mi vaso de cerveza en la grada y la playera pegada al pecho, me consuela saber que, tal como yo no los comprendo, ellos no pueden entender, ni siquiera imaginar, la pasión que puede provocar los colores de un equipo en el corazón de un hombre, y por eso, son unos estúpidos. Y sé que allá en el cielo, en lo alto, el Papa Francisco, el Che Guevara y Zapata ríen a carcajadas, cada que “la roja” les mete gol a esos, y cantando con la barra, les recuerdan a los del palco que: “Aguante no tienes, nunca tendrás, eres tan frío… ¡ay que lastima me das!”.



 
 
 

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