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Alejandra Pizarnik: La poeta que hizo del silencio un grito eterno

  • Yatsiry Monserrat Jiménez Mayen
  • 29 ene
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 12 feb

ECOS DE POETISAS

29 de enero, 2025


En la vasta galaxia de la poesía latinoamericana, Alejandra Pizarnik brilla como una estrella solitaria, rodeada de la melancolía y el misterio que definieron su vida y su obra. Nacida el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, Argentina, hija de inmigrantes judíos de Europa del Este, Alejandra creció en un entorno marcado por el desplazamiento, las inseguridades lingüísticas y una intensa vida interior que pronto se volcaría en su poesía.


Desde muy joven, Pizarnik sintió el llamado de las palabras. Estudió Filosofía, Letras y Pintura en la Universidad de Buenos Aires, pero nunca concluyó estas disciplinas, pues su verdadera escuela fue la lectura voraz y la introspección. Fascinada por autores como Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé y Antonin Artaud, y profundamente influenciada por el surrealismo, su poesía pronto encontró una voz única: una voz que habitaba entre lo onírico y lo desgarrador.


Su primera obra publicada, La tierra más ajena (1955), es un libro donde todavía se perciben ecos de su búsqueda de identidad literaria, pero ya en Las aventuras perdidas (1958), su segundo poemario, comenzó a consolidarse el tono de su obra: una escritura marcada por la soledad, el deseo de trascendencia y la constante tensión entre la palabra y el silencio.


La década de los 60 fue clave en la vida de Pizarnik. Durante su estancia en París (1960-1964), se relacionó con figuras literarias como Julio Cortázar, Octavio Paz y Rosa Chacel. En la ciudad luz, no solo amplió su bagaje cultural, sino que también trabajó en traducciones y colaboró con diversas revistas literarias. Fue en este periodo cuando escribió su obra más emblemática, Árbol de Diana (1962), prologado por Octavio Paz. Este libro, compuesto por breves poemas en prosa, desbordaba una intensidad emocional única, como en el poema que abre el volumen:


"Apenas abro los ojos, alguien deposita sobre mi boca

la rosa azul de su aliento.

Mientras tanto, el sol araña la ventana,

oigo el tambor del día,

y paso de la cama al mundo como quien salta a un mar helado."


Alejandra regresó a Buenos Aires en 1964, donde continuó explorando temas como la muerte, el vacío y la búsqueda de sentido en libros como Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) y El infierno musical (1971). En estas obras, Pizarnik se convierte en una arquitecta del lenguaje, usando cada palabra como un ladrillo para construir un espacio poético lleno de símbolos, sombras y destellos de luz.


También experimentó con la prosa en textos como La condesa sangrienta (1966), una obra que entrelaza la historia de la cruel Erzsébet Báthory con la fascinación de Pizarnik por lo macabro y lo sublime. Este libro, que combina la narrativa gótica con un lirismo perturbador, es una muestra de su versatilidad como escritora y de su constante diálogo con la literatura universal.


Pero detrás de su genio literario, Alejandra vivía una lucha interna con la depresión y la inseguridad. En sus diarios personales, publicados póstumamente, se revela su angustia existencial, su necesidad de amor y su miedo al fracaso. Este tormento culminó trágicamente el 25 de septiembre de 1972, cuando decidió poner fin a su vida a los 36 años.


Aunque su vida fue breve, su obra dejó una huella imborrable. Libros como Árbol de Diana, Extracción de la piedra de la locura y Los trabajos y las noches son considerados joyas de la poesía latinoamericana, estudiados y leídos por nuevas generaciones que encuentran en sus versos una conexión profunda con las inquietudes humanas más universales.


Leer a Pizarnik es adentrarse en un mundo donde el silencio grita y las palabras se convierten en espejos. Como ella misma escribió:


"Algo caía en el silencio.

Mi última palabra fue yo

pero me refería al alba luminosa."


Su poesía no solo dialoga con la muerte, sino también con la vida, con el deseo de alcanzar lo inalcanzable y de encontrar sentido en el caos. En Alejandra Pizarnik, las palabras no son meros vehículos de comunicación; son salvavidas, puentes y abismos.


Su obra sigue viva porque no tiene tiempo ni lugar; pertenece a ese espacio de la humanidad donde las sombras y la luz se entrelazan, y donde el arte, como ella misma, se convierte en eterno.


Yatsiry Mayen


 
 
 

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